Un cementerio en el corazón de Siria
Texto: Mikel Ayestaran
Abu Hussam y Abu Ahmad como símbolos: dos enterradores en mitad de un camposanto con cinco enormes cráteres abiertos por los bombardeos aéreos y de artillería que durante cuatro semanas, a comienzos de 2018, castigaron sin descanso Yarmuk, por entonces el último bastión del grupo yihadista Estado Islámico (EI) en Damasco. Dos enterradores en mitad de un campo de refugiados convertido en cementerio. Abu Hussam y Abu Ahmad acompañados por los recuerdos de cada uno de los vecinos ausentes: recuerdos de la historia reciente de un campo, que es la historia de todo un país.
Leo mi cuaderno de notas de 2012:
“Calle 30, la arteria que separa Yarmuk del barrio de Al Hajar al Aswad. Jóvenes con lanzacohetes se protegen detrás de sacos terreros y en los edificios altos hay francotiradores a la espera del enemigo. La línea del frente es tan estrecha que, si uno se descuida y da unos pasos de más, topa de bruces con el primer puesto de control de los grupos armados opositores. ‘No les vamos a dejar entrar’, repite por radio de forma machacona a sus hombres Abu Maher, un hombre de mediana edad disfrazado de miliciano con un traje tres tallas más grandes. Es uno de los cabecillas del Frente Popular para la Liberación de Palestina – Comando General (FPLP-GC), facción palestina leal al presidente Bashar al Asad. Con la radio en una mano y un kaláshnikov recién estrenado en la otra, imparte órdenes a unos milicianos con caras de niño que nunca se imaginaron combatiendo en una guerra que no fuera contra Israel. Se enfrentan a sus propios vecinos”.
“Desde la posición palestina se divisan las primeras calles de Al Hajar al Aswad. En el campo de refugiados, la vida parece normal y las familias celebran en la calle el final del ramadán. Simple apariencia. La gente resiste hasta que los combates golpean su calle, su edificio, la puerta de su casa. Solo entonces salen a toda prisa y con lo puesto, escapando de unos enfrentamientos que avanzan como el petróleo que se derrama de un barco y contamina la costa. Un avance lento pero constante, imposible de detener y que convierte en desolación todo lo que toca. Al otro lado se ven ya edificios calcinados, calles vacías y barricadas levantadas con escombros. Parece otro país, otro planeta, un mundo lejano, pero está a tan solo unos metros de distancia”.
Antes era suficiente una pala para extraer la tierra roja y dejar espacio para el cadáver. Después de los bombardeos hay tanto cascote que Abu Hussam y Abu Ahmad recurren también al pico. Afilado y agudo, remueve la tierra que las bombas mancillaron.
Tierra destinada al descanso eterno de los muertos, reventada por las máquinas de matar que creamos los vivos y que en Siria han trabajado sin descanso. Ahora, en mi última visita, se respira silencio; ¿hasta cuándo durará? Durante la guerra te acostumbras a vivir al momento, no hay ningún horizonte posible: solo existe el hoy, el ahora. Ese es uno de los grandes cambios que los últimos ocho años de extrema violencia han traído a los sirios.
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Durante los primeros meses nadie hablaba de “guerra”, palabra maldita, pero todos veían que arrancaba la cuenta atrás para descender a un infierno aún más profundo que el de sus vecinos iraquíes y libaneses. La revuelta que estalló contra el presidente Bashar al Asad en 2011 en la sureña ciudad de Daraa fue reprimida de manera brutal y se estaba convirtiendo en guerra abierta. Ante el alto número de deserciones del Ejército a las filas opositoras, el Gobierno necesitaba reclutar paramilitares de forma desesperada.
Yarmuk, donde vivían más de 150.000 personas, era un aparente oasis de paz en medio de una zona cada vez más convulsa de Damasco, con fuerte presencia opositora. Era también un buen lugar en el que encontrar hombres dispuestos a matar en nombre del Gobierno a cambio de sueldos que iban de las 1.000 a las 3.000 libras sirias diarias (12 y 36 euros al cambio de aquellos días), una fortuna en un país con una economía detenida desde hacía 17 meses y donde la gente empezaba a sufrir para poder comprar comida.
“Muchos no lo hacen por ideología, lo hacen por necesidad”, aseguraba un exguardaespaldas de un alto cargo del Ministerio de Defensa vinculado a los shabiha (matones), grupos paramilitares leales a Asad a los que la ONU acusó, en uno de los primeros informes que elaboró tras el estallido de las protestas, de “crímenes de guerra”. A pocos metros de la calle 30, este exguardaespaldas de camisa blanca desabrochada y abundante vello en el pecho explicaba que “hay un jefe de unidad que se encarga del reclutamiento; en un primer momento te dan un porra, pero si demuestras que eres de confianza luego llegan las armas. En esos momentos encuentras gente dispuesta a todo a cambio de dinero. Cada día aparecen cadáveres en las cunetas y ambos bandos se acusan mutuamente”. Hablaba con uno ojo puesto en la ventana y otro en la puerta. Sobre la mesa tenía dos armas. Las referencias a los shabiha eran diarias en la prensa aquellos días, pero no era nada habitual poder sentarte a conversar con uno de ellos. El ambiente no invitaba a una larga entrevista. Una explosión no muy lejana marcó el final del encuentro. Eran los tiempos en los que el Ministerio de Información permitía al periodista extranjero moverse en libertad por toda la ciudad “bajo su propia responsabilidad”, es decir, sin tener que ir acompañado por uno de sus funcionarios. Me había acercado a Yarmuk en busca de un shabiha y salía con la imagen de la calle 30 con la guerra de fondo. Me sentí Frodo a las puertas de Mordor con el Monte del Destino que imaginó J.R.R. Tolkien como telón de un fondo negro, humeante, siniestro.