Hombre trabajando con barro en un entorno oscuro y fumoso.

El Hambre que alimenta nuestro pescado

Texto: Jaume Portell

A través de fábricas chinas, Gambia convierte su pescado en harina para alimentar el salmón que se consume en los países ricos. Estas son las consecuencias para su población.

“Hoy estoy descalzo y os quejáis porque estoy pisando vuestras hortalizas, pero la próxima vez veréis una grúa que va a destruir toda vuestra producción”. Lo que empezó como una gran oferta ya era —casi— una imposición. Un trabajador de Golden Lead, la fábrica de harina de pescado de Gunjur, tomaba medidas en las tierras de unas campesinas que las habían trabajado desde que tenían uso de razón. Situadas al lado de la factoría, de capital chino, ahora estaban amenazadas. Nadie les preguntó nunca a las mujeres qué les parecía tener una procesadora de pescado cerca: solo supieron de su existencia el día que un operario de la empresa pisó su huerto para decirles que pronto ya no sería suyo.

La de Gunjur es una de las tres fábricas procesadoras que se encuentran en Gambia. Esta pequeña localidad bañada por el Atlántico tuvo en 2015 la primera planta de harina de pescado en el país destinada a la exportación. Fue un proyecto que más tarde se amplió hacia Kartong y Sanyang, los pueblos vecinos. Desde 1991, la acuicultura de China produce más peces de piscifactoría que todos sus competidores juntos, pero para seguir liderando el mercado necesita grandes cantidades de harina de pescado con la que alimentarlos. Todo el engranaje sirve para satisfacer la creciente demanda de pescado en los países ricos: Europa, Estados Unidos y Japón. Gambia, el país más pequeño del África continental, tiene 2,5 millones de habitantes, y sus dos principales exportaciones son la madera y los frutos secos. Con la ayuda de China, el pescado y sus derivados se han convertido en la tercera. La promesa para Gunjur, en 2015, fue la siguiente: a cambio de convertir sus peces en harina para alimentar a otros peces a miles de kilómetros de distancia, recibiría empleo, inversiones y carreteras. China prometió cancelar una pequeña parte de la deuda gambiana y anunció una inversión de unos 30 millones de dólares. 

La presencia de la empresa empezó a notarse pronto. Una mañana de 2017, la reserva natural que colinda con la fábrica amaneció contaminada por vertidos tóxicos: el agua se había vuelto roja y la cantidad de arsénico y nitrógeno superaba con creces los niveles permitidos. Peces y aves flotaban muertos. La catástrofe fue tal que contaminó el agua de la que se abastece la escuela de Kajabang, la más cercana al lugar, que no tuvo más remedio que cerrar durante unos días. Pronto los platos empezarían a vaciarse. Para producir un kilo de harina de pescado son necesarios cinco kilos de pescado fresco. La planta de Gunjur consume 7.500 toneladas al año. Una vez procesada, la harina es exportada a Noruega y China, donde alimentará a salmones y otras especies de piscifactoría. Para nutrir los salmones que se comerán en los países ricos, los precios de este alimento crucial han aumentado en Gambia, donde la mitad de las proteínas que se consumen vienen del pescado. Uno de cada tres gambianos se hallan en riesgo de sufrir inseguridad alimentaria, según un informe de Greenpeace. Hasta 40 plantas de este tipo se encuentran activas en Mauritania, Senegal y Gambia. En este último país se capturan cada año 65.000 toneladas anuales, y una cantidad creciente se dedica a la exportación y a la transformación en harina, pero los gambianos siguen necesitándolo en sus platos. 

Pero el pescado no es el único afectado por la entrada de empresas como Golden Lead. 

Jarra Touray tiene 65 años y es una de las trabajadoras del huerto que está a unos metros de la fábrica. La más joven del grupo, Mariama Kanteh, tiene 20 años. Hay campesinas de todas las generaciones, pero Touray es la que asume el liderazgo. Su voz se mueve entre el lamento y la indignación, aunque nunca sube el tono. Tanto ella como sus compañeras estaban presentes el día que todo cambió: “De repente llegamos y vimos que el agua estaba roja. Enseguida nos preguntamos si tenía relación con la fábrica. Nos quedamos en shock y sentíamos mucha curiosidad por saber qué estaba pasando, pero no tuvimos más remedio que seguir trabajando nuestros huertos”. Fue entonces cuando la gente de Gunjur empezó a oponerse al proyecto. Ahmed Manjang, un microbiólogo local que trabajaba en Arabia Saudí, fue a los tribunales para parar la expansión. La empresa recibió una multa de 25.000 dólares por provocar vertidos tóxicos y el Ministerio de Medio Ambiente la frenó: una inspección concluyó que las obras superaban los límites territoriales de los acuerdos de la concesión, pero las consecuencias ya estaban ahí, y tras pagar la multa la empresa ha seguido funcionando.